Textos y fotos: Verónica Sáenz

SOBREVIVIENDO AL SILENCIO

  • Niños de la calle que duermen sobre la fría y húmeda vereda de la Plaza San Martín, en el centro de Lima. Otros en el Parque Kennedy de Miraflores, cubiertos por periódicos simulando el abrigo de las mantas. La calle era mejor opción que la violencia familiar, los golpes y los gritos de su casa. Por eso estaban allí con el frío calándole en los huesos. 

Estos mismos niños que pasean por el Parque Universitario, donde los ambulantes les venden el pegamento “terokal” para que a orillas del río Rímac, se dro­guen inhalándolo. Entonces surge una idea, darles la oportunidad de conocer algo nuevo y elevar su autoestima, limpiando en un acto ecológico las playas del distrito de  Paracas.

La empresa de transportes Ormeño nos llevaría en bus a Pisco, Paracas,  y regresaría a Lima. El Ejército Peruano, que nos brindaría las tiendas de campaña, al alcalde del Municipio de Paracas, Alberto Tataje, que nos brindaría los volquetes para trasladar la basura recogida y a Cedro, educadores encargados de la guía y contención de los menores, y de la comida.

Así partimos desde Lima, tres educadores del programa Niños de la Calle de Cedro, 39 niños con el alma marcada y el cuero bien curtido con cicatrices y yo.  Solo una caja con naranjas nos acompañaba dentro del autobús.

El camino fue entre risas y bromas, de palabras inventadas en código de esta cofradía, con escamas de mugre pegada a la piel, acostumbrada a dormir en el bullicio de la noche limeña, que llegaba a un paraje insólito para ellos. La primera parada era en la playa larga del Muso de Paracas. Se bajaron del autobús y corrieron a la orilla. Muchos no habían visto el mar. Sentí el temor de la nada en sus ojos ¿Y dónde está la gente? Preguntaban asustados. Era una cárcel con barrotes de desierto y viento, donde la libertad los aprisionaba. Richard More, de diez años, con ojitos inquisidores y su manita jaloneándome, me reclamaba… ¡¿Y dónde están las sirenas?!

El hambre rugía en sus tripas y comenzando el primer conato de disturbios entre los dos grupos de menores, los de la Plaza San Martín y el parque Kennedy. Memo el mayor, de 16 años, espigado y con dotes de liderazgo comenzó la revuelta, asaltar las provisiones que no había, salvo las cajas con naranjas. Yo de medidora entre la turba saqué mi lenguaje más canero tratando de calmarlos. El líder tenía que estar de mi lado para controlar la situación. Me saqué mi casaca de jean y en un pacto de obediencia se la regalé a Memo, a quien nombré director de la repartija de los frutos jugosos y naranjados. Recordé el libro de William Golding “El Señor de las Moscas”, donde un grupo de niños debe organizarse tras haber naufragado en una isla desierta.

Tras recorrer el museo con fotos de la fauna y aves marinas tan desteñidas como los rostros de los petisos, de tanta droga y desnutrición, partimos hacia nuestro destino, la Playa La Mina. La más bonita de la reserva que recordaba, llena de basura que traía el mar o dejaban los veraneantes.

LA MINA

Llegamos al atardecer. Los petisos armaron las 4 tiendas de campaña, liderados por Memo y mi casaca de jean, enormes parantes de acero y lona gruesa. Se repartieron los costales para transportar la basura recogida, tarea del día siguiente. Y el cansancio. Y la noche estrellada.

Los educadores al darse cuenta que sólo habían traído avena y agua estaban sumidos en una preocupante mudez.  Avena con agua fue la cena y avena con agua el desayuno. En silencio, los adultos, buscaban en vano señal telefónica en el desierto, de aquí para allá. Sin señal y sin comida.

La faena. Los menores caminaron al fondo de la pequeña caleta, para comenzar a levantar plásticos, botellas, bolsas, sandalias impares, redes rotas y objetos para la imaginación. Los costales una vez llenos eran llevados al punto del recojo, dónde el camión del Municipio pasaría a recogerlos.

Según llegaban cansados con su costal y el cuerpo empapado en sudor reclamaban la hora del almuerzo. El trabajo estaba casi terminado. Tino, educador del programa Niños de la calle de Lima, con un tono pausado y firme le anunció “Vamos a seguir limpiándolo lo poco que queda y comeremos a las cinco de la tarde” – y una mirada al cielo y un suspiro de esperanza dejado caer en la arena.

Cinco de la tarde. No había avena, ni naranjas ni señal ni comida ni camión que recogiera la basura para dar aviso de la urgencia al Municipio de Paracas, sobre el problema logístico por falta de comida y una manada de lobos hambrientos difícil de sobrellevar.

El cansancio abrumaba como para armar un botín. Callados, resignados como autómatas, se fueron sentando dispersos en los peñascos de la orilla. Algunos habían traído un anzuelo y unas líneas. Ahora sí podían mirar al infinito del horizonte. La playa ya era suya. Y su prioridad era comer. Así fueron sacando mojarritas del mar y de los costales de basura latas de refrescos, algunas para utilizarlas de ollitas, otras para llenarlas con carbón de la mina, de ahí el nombre de la playa. Latitas con carbón y kerosene como antorchas.

La paraca, viento que da nombre a la zona,  comenzó a soplar con la fría brisa del mar. Sentados en la arena, bajo la Vía Láctea, el educador Giuliano Ardito les indicaba con el dedo, “más arriba, a la derecha, Alfa y Beta, Centauro y la Cruz del Sur”. Nunca habían visto tantas estrellas juntas brillar en el espacio sideral.

Amaneció con la sed de la sal. El rugir de un motor a lo lejos hizo el milagro. El camión municipal se acercaba.  A toda velocidad se desarmaron las tiendas de campaña. Ya estábamos listos cuando se estacionó. “Llevamos primero a Lagunilla a desayunar por favor, luego regresamos y cargamos los costales de basura” -suplicamos. “¡No se preocupen, vamos para allá y antes de regresar le aviso al alcalde para que los espere en el Municipio con almuerzo!”- nos contestó el buen hombre, viendo la labor realizada.

Y allí en Lagunilla, ya los dos grupos, los de la Plaza de Armas y Miraflores, había creado el lazo de lo compartido. Con el estómago lleno brotaban las sonrisas y el mar era un paseo.  “Y para que vean que no solo nos drogamos, o robamos, ¡también hacemos cosas buenas”-comentó Richard el pequeñín- “…y es que quedó tan bonita la playa sin basura!” .

Tras el banquete municipal llegó el autobús de Ormeño. Quedó el sabor de la aventura y una matarina improvisada que cantaron de regreso “Esa rubia pelangocha, todo el rato despeinada, mejor la hubiera enterra­do como una momia en Paracas. Matarina, matarina, matarina y algodón si no lloran tus ojitos llorará tu corazón. Florecita Catalán, nos fregó con la comida, cuando lleguemos a Lima le sacamos la chochoca, matarina, matarina, matarina y algodón si no lloran tus ojitos llorará tu corazón”.

REVISTA CARETAS PERÚ 1990

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